miércoles, 24 de febrero de 2010

LAS LECCIONES DEL MAESTRO IV


LA MUJER PERVERSA
(el maestro a sus alumnos)

Mis queridos alumnos, hoy tenemos entre nosotros a una nueva discípula. Es la mujer de la que hablamos el otro día. La mujer a la que tanto ha amado Samuel y por la que tanto ha sufrido. Paula está aquí, entre vosotros, a regañadientes, recelosa, desconfiada.

No es para menos. A Samuel no se le ocurrió otra cosa que pasarle los apuntes de mi lección anterior. Y ella se ha indignado. “¡Esa no soy yo!”, clamó. “¿Cómo te has atrevido a contar esto?”, le reprochó a Samuel. “¡Y de qué forma lo has contado!”.

Samuel me relató su reacción y yo le he pedí el teléfono y la he llamado y le he suplicado que hoy estuviera aquí con nosotros. Sí, escucháis bien, le he suplicado que viniera. Ella tenía que estar aquí hoy. La amo igual que amo a Samuel, igual que os amo a vosotros.

Paula, llevas toda razón. Tú no eres la mujer que pintamos el otro día. Tú eres amor puro. Tú eres completa e íntegra. ¿Cómo podrías ser la mujer que Samuel ha retratado y a la que yo me referí? No lo eres, no.

No debemos engañarnos. ¡Pero tú tampoco, Paula! Si eres amor y estás completa e íntegra y lo tienes todo, ¿por qué sientes terror de estar sola? No hagas muecas de extrañeza. Lo sabes muy bien. Sientes un inmenso terror de estar sola. Cuando no hay nadie a tu lado, te sientes perdida, desolada, y lo darías todo por la compañía del más miserable de los hombres. Necesitas desesperadamente personas uncidas a tu yugo para paliar tu soledad, y, para ello, no dudas en utilizar todos los métodos a tu alcance: sexo, celos, sorpresa, silencio, abandono, reconciliación... Para que la soledad no exista, en una desesperada lucha contra la soledad.

Y, sin embargo, cuando tienes a uno de tus satélites junto a ti, no te sientes satisfecha. Hay un incomprensible vacío en tu corazón. Y la soledad sigue aleteando. Crees que tal vez otro satélite desharía tan incómoda sensación, y cuando estás con uno, piensas en otro, y vas de unas amistades a otras, de unos amores a otros como el insatisfecho agujero negro que puede tragarse la creación entera y aún está vacío.

Te das, Paula, a cualquiera y, de esta forma, no te das a nadie. Quien te desee te puede tener, aunque eso sí, de forma inconstante, temporal, cíclica. Das bandazos por el universo como una estrella errante en busca de satélites y cuantos planetas se cruzan en tu camino tratas de atraerlos, pero, cuando lo consigues, ya no te interesan. Sigues tan sola y tan hambrienta como siempre, pensando en las estrellas que nos has logrado atraer y despreciando a quienes giran a tu lado.

No llores, Paula. No eres malvada. Ni perversa. Eres amor y eres completa e íntegra y lo tienes todo. Salvo que no sabes verlo. Porque si supieras verlo, entonces ya no tendrías miedo de la soledad. Entonces, aunque estuvieras sola, el universo entero estaría a tu lado. Aunque estuvieras sola, la creación entera te hablaría. Aunque no estuvieras con nadie, te sentirías arraigada, profundamente amada.

Paula, el problema es que no sabes amarte. El problema es el desamor que sientes hacia ti misma. El problema es que te crees tan vacía que sientes una desesperada necesidad de tomar. Sientes la desesperada necesidad de arramblar con cuanto se tercie, de acapararlo todo, de atesorarlo todo, para así paliar la penuria de tu alma. Y por eso sientes terror de amarte, terror de amar: porque crees que tendrás que dar mucho y entonces estarás más vacía aún. Y por eso no quieres amar, sino ser amada, porque de esta forma te dan y tú no tienes que dar. Y el amor de un hombre te parece poco, te parece insustancial. Los necesitas a todos. Y tampoco te basta el amor de muchos hombres. Necesitas el amor de una mujer. El amor de las mujeres. Ansías el amor de la creación entera porque nada puede saciar tu falta de amor. Y ansías el placer, todo el placer que puedas obtener, porque crees que tu cuerpo envejecerá, se consumirá, y que serás una vieja aborrecible y ya no podrás tener nada.

¡Y, sin embargo, Paula, sería tan fácil que te amaras a ti misma! Y así, de pronto, dejarías de apetecer. Ya no tendrías necesidad de nada exterior. Te alimentarías de tu propio amor, estarías llena de él.

Sólo entonces podrías amar realmente. Al no tener necesidad de adoración ni de adoradores, tu amor sería como debe ser el amor: gratuito, incondicional, constante, cimentado, inamovible. Podrías amar a una sola persona y, al amarla, estarías amando a la humanidad entera. Pues el amor a la humanidad pasa siempre por el amor a una de sus criaturas. Sin esta condición, no existe amor, sino una caridad edulcorada, hipócrita, falsa, que es el amor de los bien pensantes, de los sacerdotes, de los hombres y mujeres políticamente correctos. Para que haya verdadero amor, tiene que haber un desbordante y único amor.

Así que se ama a uno, Paula. Porque dos que se aman son muchedumbre. Y si se aman en el inagotable río del amor, entonces son la humanidad entera. Cuando tu amor va de unos hombres a otros, leve, reticente, condicional, limitado, caduco, entonces Paula, te estás dejando de amar a ti misma. Huyes del amor y vas de cuerpo en cuerpo como los monos van en la selva de liana en liana. Cada nuevo cuerpo que añades a tu lista es un mayor obstáculo para el amor. Mientras sonríes con tu triunfo, eres secretamente abrumada por la derrota. Mientras los ropajes del ego se inflan, secretamente tú menguas. Mientras alardeas presuntuosa de quienes te llaman, solicitan, regalan o desean, secretamente te ignoras, te desdeñas, te arrebatas, te desprecias. Mientras encelas a un amante con otro, eres infiel a ti misma. Y te apuñalas mientras tu corazón sangra gélido y exangüe.

¡Y sin embargo lo tienes todo! ¡Te bastaría abrir los ojos para verlo! El cosmos entero te abraza. Hasta la última mota de polvo se mueve por ti. A través tuyo, fluye el río de Dios. Luego todo está en ti. Frente a esta grandeza, ¿qué necesidad tienes de pequeñeces? Tu grandeza llama a la grandeza. No a los amores ni a los amoríos, sino al Amor.

Como el amor reside en ti misma, alguien llegará a tu lado para que la mayoría se haga muchedumbre. Tú no tienes que hacer nada, esperar nada, pensar nada. Hay alguien que te acompañará para que aprendas que, al que está lleno, se le llena aún más, pero, al que está vacío, se le vacía hasta las heces.

Paula, deja de llorar. Límpiate esos ojos enrojecidos y arrasados en lágrimas. No eres culpable. ¿Qué podías hacer? Haz creído en los hombres. En sus ridículos dictámenes sobre la vida y el amor. Haz creído que lo que veías era real y que, por tanto, el que da pierde y el que toma recibe. Has creído en las apariencias. Has creído que no podías estar sola y has sufrido indeciblemente y has hecho sufrir insaciablemente. Pero eres inocente. Quien no ve, ¿cómo podría ser culpado de no ir por donde no se le alcanza?

Estás aquí, Paula, porque quiero instarte a que veas. ¡Tienes que comenzar a ver ahora mismo, en este preciso instante! Desde la eternidad, lo tienes todo. No debes, pues, buscar. Dedícate a ser. Siente la dicha de existir. Escucha las pulsaciones de dicha de tu alma. Ni aunque estuvieras en una cumbre de los Himalayas estarías sola. Ni aunque te enterraran en el fondo de la tierra estarías sola. La humanidad entera te acompaña. Te acompaña la creación entera. Y ni un solo átomo es indiferente a tu amor.

Paula, te invito a que continúes con nosotros este Taller de Pensamiento. Estos compañeros tuyos, estos mis amados alumnos, son la punta del iceberg para que las mentes cambien y el sufrimiento se transforme en dicha. Son los atletas de lo invisible, los atletas de la realidad. Únete a nosotros, Paula, para disipar las apariencias. Todas las cadenas que lastran a la humanidad son ficticias. El más pequeño amor es un gigantesco antídoto contra los espejismos del hombre.

Vosotros, mis amados alumnos, sed uno con Samuel y con Paula. En ellos, estáis vosotros. Su aventura es la vuestra. Arropadlos y arropaos a vosotros mismos.

Alumnos míos, os amo. Y vuestro amor me penetra. Gracias por navegar conmigo en el mismo río. Gracias, Paula, por unirte a él.

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